¡Me dueles, México!

Testimonio de uno de nuestros primeros inversionistas. B.A.

10/8/2024

No sé bien cómo iniciar este post, pues tengo sentimientos encontrados. Hoy, con 46 años, parece que fue ayer cuando decidí, hace ya 8 años, dejar mi país.

Mi historia comienza en un México especial, un país al que le debo mucho. Crecí en la Ciudad de México, en una familia amorosa, con padres increíbles que lograron salir adelante a pesar de sus orígenes humildes. Mi padre, un reconocido médico, obtuvo muchos premios como investigador, y mi madre, después de dedicarse a cuidarnos, terminó sus estudios de psicología. Para ellos, nuestra educación siempre fue una prioridad, y gracias a su esfuerzo estudiamos en los mejores colegios y universidades.

Recuerdo mi infancia en México con nostalgia: jugar en el parque, andar en bici con amigos, cuando el PRI gobernaba y nos prometía un futuro próspero gracias al petróleo. Pero con cada sexenio, las promesas siempre serían incumplidas. La corrupción estaba por todas partes, dentro y fuera del gobierno. Mi padre, por ejemplo, siempre llevaba un billete doblado detrás de su licencia para sobornar a los policías en caso de ser detenido por cualquier injusticia. La "mordida" era el pan de cada día: para obtener un pasaporte, una licencia, o incluso para obtener mejores asientos en un teatro o en un partido de futbol. Todo requería un soborno.

A los 10 años, un evento marcó mi vida. El portero del edificio donde estaba el consultorio de mi padre en la Ciudad de México, fue arrojado desde el octavo piso por delincuentes. Fui testigo de cómo limpiaban la sangre de la banqueta, una imagen que todavía me revuelve el estómago. También recuerdo ser asaltado por otros niños en un centro comercial, y cómo la libertad de jugar con mis amigos se fue desvaneciendo. La inseguridad crecía sin que nos diéramos cuenta. Mis padres decidieron mudarse a otra colonia, pero eso no detuvo los robos: las parrillas, defensas y faros de nuestros coches desaparecían constantemente.

Una noche, un hombre golpeaba brutalmente a su esposa en la calle. Mi hermano, intentando intervenir pacíficamente, fue perseguido por una pandilla a la que pertenecía el agresor. Años después, supimos que ese hombre murió en un enfrentamiento con la policía. Al final, nuestra casa de México, se convirtió en una fortaleza, con una reja electrificada, cámaras de seguridad y dobles puertas, intentando encontrar una paz que, en realidad, nunca llegó.

La seguridad nunca existió en la Ciudad de México y la inseguridad se normalizó. Dejamos de salir por las noches, subíamos las ventanas del coche en los semáforos, evitábamos usar joyas y relojes, hablar por teléfono en la calle, sacar dinero de un cajero automático, no contar el dinero de nuestra nómina en el banco o tomar taxis de la calle. Las noticias de secuestros, desapariciones y asesinatos se volvieron parte del día a día. El narcotráfico, siempre presente pero sin nombre, creció a niveles inimaginables, sumando a personas sin oportunidades a sus ejércitos de delincuencia. Recuerdo una entrevista con el secuestrador conocido como "Mocha Orejas". Cuando le preguntaron por qué mutilaba a sus víctimas, respondió fríamente: "Es mi trabajo". México se había convertido en una normalidad salvaje.

Tuve la oportunidad de trabajar en el sector empresarial y luego en el ámbito social, donde vi con mas claridad las abismales diferencias entre la población, causadas por décadas de malos gobiernos y ciudadanos cómplices. En una ocasión, un borracho chocó el auto de una amiga y la agredió. La policía intervino, pero al final, el ministerio público llegó a un acuerdo económico con el agresor y lo liberó, enviaron a mi amiga a una revisión al hospital G.A. González para distraernos mientras liberaban al conductor. Ahí pude vivir el caos que se experimenta en la sala de urgencias de cualquier hospital en México: una persona esperaba apuñalada, 2 atropelladas en silla de ruedas, doctores agotados deambulando como zombies, y la sala de urgencias cubierta de sangre. Fuera del hospital ayudé a una madre que lloraba porque no podía comprar los medicamentos de su hijo y observé a una persona pidiendo dinero para pagar el taxi de su marido enfermo. Ese es el sistema de salud que recuerdo: si no tienes un seguro médico privado, estás condenado. Y, claro, nunca verás a un presidente o sus hijos en hospitales públicos, ni siquiera en los privados, los verás atendiéndose en Houston.

Mi último proyecto en México, intentando reformar un sistema de justicia podrido, marcó mi salida. Al trabajar junto con varias organizaciones en la mejora del sistema, comencé a recibir amenazas de las propias autoridades, incluyendo un procurador del sur del país. Esa fue la gota que derramó el vaso y la razón que me orilló a huir del país.

No me fui de México porque quise, sino porque tuve que hacerlo. Sé que soy uno de los pocos afortunados que contaban con los recursos económicos para salir en busca de paz. Y aunque mi caso no es como el de los migrantes que cruzan al norte, comparto su tristeza: el vacío de dejar atrás la familia, los amigos, las tradiciones, los tacos, el picante, el mariachi, el tequila… y tantos abrazos que hacen tanta falta.

¿Valió la pena salir de México?

No lo sé. Desde que me fui, no ha pasado un solo día en que no revise las noticias de México con cierta esperanza y ansiedad, pero ahora sé que no regresaré. Hoy, tengo una familia hermosa, como la que tuve de niño, pero con una gran diferencia: mientras yo estudié en escuelas privadas, mi hijo asiste a una escuela pública de calidad. Donde antes dependíamos de la medicina privada, ahora mi familia está protegida por el sistema de salud español, que es de primer nivel. Ya no temo caminar de noche por las calles, y mi hijo puede jugar libremente con sus amigos.

Mis miedos siguen en México, donde el gobierno sigue exigiendo disculpas a España por una conquista de hace más de 500 años, mientras, cada tanto, me llega la noticia de que alguien cercano ha sufrido una tragedia o injusticia. Los datos oficiales sobre el país no ofrecen consuelo y no se si sean fiables ya que el exceso de mortalidad en 2022 duplicó las cifras de muertes oficiales por COVID, según el INEGI hay aún 100 mil desaparecidos y cada año hay más de 30 mil homicidios y 31 millones de robos con violencia (un robo cada segundo). Una vez más, promesas incumplidas y una sociedad polarizada, donde muchos creen que todo va bien sin atreverse a pisar un hospital público o salir de casa después de las 10 de la noche, encerrados tras cerraduras más aptas para impedir su salida que para evitar la entrada de delincuentes.

¿Soy feliz?

SÍ, finalmente encontré la paz que tanto buscaba. Pero la nostalgia me persigue, pensando en lo que México pudo haber sido y no fue. Mi hijo está orgulloso de su herencia mexicana, y yo también. Él dice que es mexicano y en este último festejo de fiestas mexicanas se me salieron las lágrimas al verlo disfrazado orgulloso con su traje de charro. Yo le digo que también lo soy y siempre lo seré, pero ahora también soy español y empiezo a amar todo lo que este mágico país me ofrece. Y aunque probablemente no volveré, sigo esperando el día en que por lo menos pueda regresar a llenarme de abrazos y disfrutar de Xochimilco o Garibaldi con mi familia y amigos de forma segura.

Por ahora, ya comencé los trámites para traer a mi madre a vivir en España, y mis hermanos ya tienen un pie fuera del país.